El metro funcionaba, cosa misteriosa. Cuando eso ocurre, otra serie de eventos desafortunados puede estar por venir.
Entre el manoseo y el calor, saqué un libro, ya cansado de leer autoayuda que no ayuda, comencé a leer a Kafka.
Sudoroso, jadeante y algo molesto, comencé a sentir un olor a miao que no me dejaba concentrarme.
Desesperado, intenté salirme del vagón. Llegaría aún más tarde, pero qué remedio. Cuando estaba por salir, viré la mirada, y reflejada en el vidrio vi a una chama. Se estaba maquillando, parecía una deidad de porcelana.
Una señora un poco disgustada me instó a salir o a quedarme, pero que decidiera qué hacer con mi vida. Le dije que me bajaría en la próxima. Sólo estaba aproximándome a la puerta. Mentira, quedé enamorado de aquella muchacha.
Quizás sintió mi mirada acuciosa, pues volteó. Mi reacción fue rascarme un ojo, como si hubiese entrado una basurita. Y esa basurita era yo. Me sentía feo ante tanta gracia.
Ella no dejaba de mirarme. Ahora el nervioso era yo. Sonreí para ver si reaccionaba. Esperé una tosquedad, pero no, hizo un gesto como si mi sonrisa no fuese lo más caricaturesco que había visto.
Me sentí el hombre más tenorio del Metro de Caracas.
Me bajé del tren como un triunfador, con el pecho inflado hasta que me percaté que no la volvería a ver.
Fue la más efímera pero estable relación que he tenido en un buen tiempo. Bonito mientras duró.
Vi la hora con desenfreno para tomar el metro el día siguiente en el mismo momento y en el mismo lugar.
Por unos días fallé…
Gracias a los protagonistas, esta historia continuará… (En un próximo post)
Fotografía de @diganmemaga
— en Caracas.