Salía del trabajo cuando el Ávila se vestía con una sensual armonía de colores, llegué a escuchar las conversaciones que tenía con el cielo.
Seguía mi camino mientras le susurraba al aire las palabras que tenía en mente para ella, con la esperanza de que el perspicaz vuelo de las guacamayas las uniera a sus oídos.
Ansioso por verle, me sentaba siempre en la misma banca. Cuando escuchaba las seis campanadas de la iglesia, mi corazón comenzaba a acelerarse. Intentaba calmarme, pero no podía, era como si sintiera que era la última canción por bailar o el último suspiro de la noche.
Cuando por fin veía su cabello danzar con el aire, escuchaba como si las cuerdas de una vieja guitarra tocaran un flamenco. Todo se convertía en un gran escenario. El seductor atardecer pintaba las calles con un vaporoso carmín.
No conocía ni su nombre, pero una vez, dejé caer mis cosas frente a ella y me enamoré de los siete lunares que pude contar.
Cuando por fin se paseaba frente a mí, me quedaba mudo, no salían las palabras, la corbata me asfixiaba. Me extasiaba su perfume, su estridente cabello cobrizo, su afán, sus vestidos cortos, sus manos, su mirada.
Imaginaba que en lugar de caminar íbamos bailando lentamente y, que de vez en cuando, había unos sugestivos roces de labios. Pero yo enmudecía cuando la tenía cerca.
Una despejada tarde caraqueña, hice un letrero que decía:
¡Hola, no soy mudo y quiero hacerte un regalo!
Cuando estaba cerca, me levanté de la banca, me escondí detrás del letrero y escuché sus pasos. Sentí que se detuvo. Tanto ella como mi corazón. Estaba ahí parada.
Cuando abrí los ojos y bajé el papel, me sonrió y dijo:
¡Hola tonto, pensé que eras mudo! ¿Un regalo?
Sonreí. Me sentía todo un conquistador. Le entregue una Samba de fresa.
Sonrió.
¡Ja!
Y así comenzó esta historia entre un ingeniero y una abogada.
A los protagonistas: un abrazo y gracias.
Fotografía de @konukito
— en Caracas.