Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Vivimos en una sociedad tan enmarañada que desconfiamos hasta de lo que nuestros ojos intentan ver. La realidad se nos muestra, por momentos, decorosa y limpia, aunque lo que nos esté revelando sean sus más oscuros descaros. Desconfiamos del que pide y del que da, del que enseña y del que aprende. Sospechamos del que pregunta y del que asienta, del que entiende y del que ignora.
Dar un voto de confianza encarna un contrato firmado con alma y sangre, donde sonreímos como parte del trato y mostramos sólo una parte de nuestra más sincera existencia. Lo otro, permanece en ese lugar de nuestro ser que se arma para protegernos de los fracasos y los sollozos de las verdades más crueles. Somos deshonestos con nuestra conciencia y peones de nuestras más viles circunstancias.
Esto es lo que nos pasa como sociedad, donde los libros son más caros que un arma, donde las canchas se usan para vender y no para jugar, donde los delincuentes parecen hijos de los políticos y los políticos hijos de los delincuentes. Una sociedad trastornada por la sed de ganar, al precio que sea y al costo más ínfimo. Donde el que gana es un as y el que pierde queda confinado al banquillo de los tontos. Vivimos la era de los usurpadores de sueños y de los vividores de manías, pero aún me gusta imaginar que somos más y no precisamente hablo de una competencia.
Pues en ese gran orden de las cosas, prima la esencia sobre todo lo demás ¿no es así, Irma?
Fotografía de @LuisChataing en Instagram.