Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Casualmente, estos días, la recordé. Casualidad o no, recordé a la Sra. Aura. Una mejicana bastante mayor que tenía un puesto de verduras, frutas y condimentos en el mercado. Un puesto de verduras en el que aconsejaba sobre brebajes para mejorar algún achaque de sus marchantes. Ella era muy amiga de mi abuela Margarita. Era una señora de rostro indígena, manos gruesas y piel cobriza, cabello canoso y peinado en clineja. Gruesa pero de complexión dinámica. Sonrisa selectiva y voz escandalosa. De carácter indoblegable y ceño fruncido. Según mi abuela, cuando se sentía feliz solía meter, en la bolsa de la compra, una guayabita para el camino.
De pequeño, mi abuela me decía que entrara a saludarla, siempre me abrazaba y aún siento ese particular perfume a pimentón con cebollín y comino que tenía. Recuerdo que su puesto era uno de los más coloridos.
Un día se intercambiaron hallacas y tamales.
Creo que hasta las hojas tenían gusto. Eran una armonía de olores que se condensaban en un sabor realmente extraordinario. Recuerdo que la masa era rojiza y el relleno sin escatimar. Parecían hechos con magia. En un frasco nos regaló guacamole. Y nos dijo: Ahí va una parte de mi México lindo, ¿oyó?
Como el más fino de los acordes, confluían el verde del aguacate y el cilantro, con el rojo del tomate y el blanco de las cebollas, juntados en un molcajete que tenía siempre cerca, y que gozaba de un atrayente olor a ajo machacado.
Recuerdo que cuando volvimos a verla, la semana siguiente, nos preguntó: ¿les gustó mi México? No dijimos nada, pues nuestras caras lo dijeron todo. Ese día sentía ganas de tener los brazos más largos para poder rodearla en un gran abrazo. Aun así me abrazó y me regaló una guayaba.
Estamos unidos en oración, por México, por Puerto Rico, por Venezuela, por el mundo.
Fotografía de @Jose_pisano en Instagram