Las golondrinas ya cansadas comienzan a recogerse, menguan su agitado vuelo en este malintencionado cielo.
Casi sin darnos cuenta se desdibuja el sol y comienzan a tejerse abrigos para corazones solitarios. Entre brisa fría y agrestes risas, parece que el barrio es el único lugar posible, el entrecejo del infierno donde se plantan las esperanzas de las familias caraqueñas.
Por azar de una magia extraña las agonías olvidadas de un difícil parto se cobijan entre concreto y rejas. Una irascible niñez le da paso a una no muy cómoda adultez, sin intermedios, sin mucho color, aunque con mucho ruido.
El entrecruce de unas endurecidas manos, oxidadas por la desdicha, repican los timbales de un son nocturno, entre matracas niches, suspiros de muertos y gemidos de santos.
Cuellos besados y disparos al aire, como si tuviese culpa alguna, es como volver el cuento una fantasía y la fábula una novela. Se difumina el murmullo de los grillos por el lujurioso chirrido de los resortes de un colchón, los agrios quejidos de un holgazán se compensan con el leve susurro de los lápices aprendiendo a escribir.
Humildes como el más desvanecido de los recuerdos, entre risas de tigre para olvidar, luces fútiles y brisas embravecidas, los Petareños se abren paso a la vida, o a este intento de ella, para darle posibilidad a los sueños, las aventuras, las esperanzas.
Y como dice la canción: se ven las caras, vaya, pero nunca el corazón. Estudia, trabaja y se gente primero.
Insuperable fotografía de @donaldobarros en Instagram