Era una noche que —sin aspavientos— me puso a meditar sobre mí.
En el silencio de mis pensamientos, me levanté de la cama y fui hacia la ventana, mi fiel conversadora. La cómplice de mis planes, quien escuchaba mis miedos y celebraba mis aciertos.
Ese día, me dispuse a observar la noche, algo confundida por una tenue lágrima que se asomaba, mi corazón comenzó a latir más y más rápido.
A lo lejos, había un pequeño brillo, parecía una luciérnaga que, mientras me dibujaba una sonrisa, me hacía suspirar.
En la elegancia de la noche, no quise romper su placentero silencio y me uní a su conjunto. Sin embargo, mi corazón no dejaba de latir. Era una combinación de cobrizos, senderos y luces. Joropo, tambores y cimarrón. Mulatos, mantuanos y majaretes. Jaleas, sopas y fogones.
Aunque reinaba el silencio, en mi corazón sobresaltaban un danzón y una clave, un extraño guaguancó, una reservada alucinación de alegría, donde las lagrimas sabían a costa, pescado y tostón, las sonrisas lucían como imponentes montañas y el brillo de mi mirada lo daban las fresas y el melocotón.
En la trastienda de mis tristezas, estaba ese tenue brillo, esa pequeña luz en la noche, entre mis alegrías, mi ventana y mis ambiciones, estaba ese aroma a café recién cola’o con arepitas tostadas, y cuando comenzaba a sentir más y más cerca ese olor, ese calor y esa sazón, abrí los ojos y esa sutil luz se había difuminado. Pero yo me había encontrado, había reconocido que ese albor, aunque esté lejos como una estrella olvidada, tiene su propio brillo, lúcido como el más tierno recuerdo y se llama: Venezuela.
Este escrito está dedicado a una fanática de las lágrimas de alegría y las risas que hacen doler la barriga. Espero le guste.
Fotografía de @ilianazerpa.
— en Venezuela.