Esquina de La Gorda
Esquina de la Gorda. Todas las tardes, un sensual perfume adornaba las calles de la ciudad. Era una especie de aroma que envolvía a los más fisgones. En las estrías de una ciudad friolenta, se escondían los secretos de sus jóvenes citadinos.
Sueltos como el viento, apresurados como el tiempo y ataviados con sus mejores pintas, se presentaban los caraqueños de pantaloncillo corto. Recién bañados, recién perfumados y muy bien peinados. Emocionados, algo absortos y expectantes, tocaban tres veces a la puerta de esa casa. Una casa pintada de rosado, algo agrietada un poco descuidada por fuera.
Al entrar, ese aroma se hacía más intenso, penetraba los sentidos, estimulaba el alma y hacia entrecerrar las emociones. Tenía un aspecto oscuro, con guindarejos y lentejuelas, música bajita, picaras risitas y uno que otro chasquido de yesquero. Mucho humo, pocas lunas, muchos secretos. Muy en el fondo, una tosecita tosca dejaba claro que el paso estaba restringido. Había una cortina por puerta que estaba alzada cuando no pasaba nada, y dilatada cuando algo ocurría en esa habitación.
Cuando las tenues luces dejaban ver a quienes hacían vida en esa habitación, dicen los visitantes, que veían unas lujuriosas y voluptuosas piernas, unas delicadas manos, unos rollizos pies, labios finos, poca ropa, risa amplia. Era la dueña, la famosa “Gorda”, la meretriz más deseada, la iniciadora. La de muchos apodos: la respetada Gorda. Algunos dicen que por esto es que la Esquina de La Gorda tiene este nombre, otros dicen que es por un doctor que se apellidaba Díaz y Gorda. Sin embargo, y aunque ambas pueden ser verdad, el cuento del burdel es difícil que algún respetable caraqueño lo confirme.
Textos: Raul Cordoba @rcordoba
Ilustración: Jorge Rivas @donrefran
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