Iba recorriendo aquellas callejas con un tinte de tristeza y sombras, me sentía indigno de mi muy inusual sonrisa. A trechos avistaba unos pequeños montículos de tierra cubierta con un césped descolorido, como un antiguo tapiz desgastado por la rutina. Era como el terciopelo que deja el fuego luego de su faena, una pelusa parda y poco elegante, que se impregna con la escarcha de una lluvia citadina.
Era una de esas tardes donde nada parecía tener sentido. Todo era una abstracta sensación del tiempo. En lo cobrizo de los andares, todo se hacía más zalamero, llamativo y picarón. Todo era más majadero y puritano al mismo tiempo. En los altozanos del Ávila, una suave brisa iba coloreando de carmín todo el valle de Caracas. Viento humilde, el que sacudía los alelíes que mendigaban unos rayos de sol.
La sonrisa se hacía más auténtica cuando me le acercaba, la vi pasar con su encanto: un mágico andar, un mambo alborotador y travieso, una melena suelta y un chispeante ritual de parpadeos que me dejaban una primavera en la mirada.
Todo se hacía más alegre y colorido. Es como soñar un sueño. Ver la sombra de los ojos, o acariciar un corazón partido. Tenue instante entre el desgano y una buena noticia. Sentir esa erótica fragancia y culminar con puntos suspensivos…
Continuará…
Esta historia de una cortesana y un arrabalero, continuará.
Gracias a los protagonistas.
Fotografía de @andre.pereirac en Instagram