Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Hablar de la gastronomía caraqueña es adentrarse en los más elegantes y eróticos fragmentos de nuestra -casi olvidada- cultura.
Nuestras preparaciones tienen su mística: una especie de encantamiento que emerge de los calderos y sartenes. Sin miramientos de razas, y en los más distinguidos fogones, nace el asado negro.
Es un conjunto de olores y sabores mantuanos que se trenzan en las más laboriosas manos. Comienza con el atrayente aroma del ajo machacado, el leve picor del ají dulce y las melodías del caramelo de papelón. Las estridentes chispas del sellado del ‘muchacho’ abren paso a tan sensual bronceado que se van mezclando con ese perfumado y refinado sofrito.
El celoso muchacho redondo se va dejando enamorar por las odaliscas de sabor que hacen de él, el más solicitado, va tornándose moreno, moreno oscuro, como si fuese de las costas. Va absorbiendo sabores, el orégano se hace presente junto al romero, los laureles de la gloria se asoman, los toques de mostaza brotan, la leve espuma de una cerveza a medio tomar o el acucioso y travieso chorro de ron se va evaporando.
Como una danza maorí, el bárbaro sabor de las finas lajas de carne bañada en salsa espesa, deja entrever una que otra aceituna, uno que otro lamento, una que otra queja que, al final, constituye la más fina de las armonías gastronómicas de Caracas: tan sofisticado y típico como la esfera de Soto, tan natural como el Ávila, tan nuestra como la ciudad de las moscas.
Fotografía de @teresitacc