Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Todo parecía ponerse más oscuro, las sombras se iban escondiendo entre las grietas de las lisiadas paredes de las almas caraqueñas, el rasante vuelo de las golondrinas anunciaba la caída de la tarde y las flores se volteaban celosamente ante la lóbrega brisa.
La noche caraqueña parece una abstracta creación de Kandinsky con Kafka, llena de surrealismos propios de Dalí con escandalosos y apilonados murales de Rivera. Una extraña ilusión, un anhelo inevitable que se perfila entre los altozanos del Ávila.
Al llegar la tan suspirada noche, cobran vida las historias que se avergüenzan ante la luz y deben cobijarse en el temporal mundo de la penumbra.
Al sonar la reja, se acelera el pulso y se cruzan las miradas en un impaciente pero silencioso saludo de dos sonrisas, van caminando en forma inversa, aunque de cuando en cuando, hay pases de corriente. Los perros son los pretextos del encuentro. La hora, siempre la misma. La condición, exactamente igual al día anterior: un artista viudo y una poetisa casada, con dos perros que se odian e impiden la cercanía de estos embelesados caminantes.
Cuando por fin los gruñidos se calman, comienzan los insinuadores pasos a unirse en un mismo camino, entre preguntas de rigor y frases lujuriosas, esta historia va construyendo un frágil, sensual y, para algunos, prohibido amor nocturno, que cada día se agota con el castigador ladrido de uno de los canes que desaprueban esta unión.
Al consumar el paseo, se despiden los pretextos con un gruñido y las pícaras e imprudentes miradas se desprenden con un imaginario beso de novela. Hasta la noche siguiente.
Esta historia se desarrolla en algún lugar de Caracas y fue solicitada por uno de los protagonistas. Espero, la disfrute y no se la coma el perro.
Fotografía de @dvaleron