Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Entre el silencio y el escándalo de la ciudad, el ensordecedor caminar de los citadinos enmudece la cotidianidad. Cada uno hace lo propio por reconstruir los corazones y revivir las esperanzas. Hace de sus mañanas un atardecer y de sus tardes una primavera eterna, de sus noches una fiesta y de sus madrugadas una cueva. Entretanto, se aferra a los amuletos que le animan a seguir en una seguridad incierta y tambaleante.
Ella, una pequeña de unos seis años, se acercaba a la fuente con los ojos entrecerrados, murmuraba un par de frases y retrocedía. Corría alrededor del pozo y escuchaba el eco de su voz proyectarse en el abismo del ya extinto aljibe. Se acercaba a la fuente, esta vez susurrándole a uno de sus puños, como si guareciese al más pequeño de los zancudos. Cerró sus ojos tan fuerte que frunció su lozana e inocente cara. Sonrió con estridencia y soltó una afortunada moneda hasta que su brillo se perdió en esa empedrada fuente, con la esperanza de un sueño puesta en ella y en la magia de sus deseos.
Le dio la espalda a la fuente y con una virgen sonrisa le gritó a su papá: ¡Ya pedí mi deseo! Corrió como si el mañana estuviese alejándose, brincó un par de veces, bromeando con el viento y sus clinejas, le tomó la mano a su papá y señaló a un vendedor de ilusiones, como si la fe en su deseo lo estuviese convirtiendo en realidad.