Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Hay cosas que vemos en la calle que ni ella misma, en su sano juicio, nos mostraría. Cosas que no tienen ni un ápice de vergüenza, ni una partícula de pudor, ni una migaja de recato. Cosas que no se ensayan ni se practican, cosas que surgen por arte de lo espontáneo, lo divino y lo profano. Cosas que nos hacen virar el alma, nos hacen evolucionar y al mismo tiempo, nos albergan en la más recóndita de las cavernas. Cosas que no quisiéramos ver, pero que sabemos que ocurren. Cosas de las que quisiéramos no tener muchos detalles, pero sabemos que son complejas.
En fin, una muestra de que, por un momento, todo se perdió, pero que una acción lo puede recuperar. Entre el caos de la ciudad, apareció un adolescente de unos 13 años. Totalmente sucio, sus manos tenían un pegoste de polvo, sudor y pavimento, por su rostro corrían gotas de esa sustancia que emanan las sociedades culpables, sus ojos estaban desorbitados, hipnotizados y lagañosos. En las comisuras de su boca dejaba entrever una espuma amarillosa. Trataba de esconder lo evidente, pero olvidó destrabarse una liga alrededor de su brazo que intentaba tensar sus jóvenes venas.
Una mujer de unos 40 años lo perseguía. Ya llevaba un par de cuadras siguiéndole, hasta que lo alcanzó y le soltó una bofetada seca. Le arrebató la liga del brazo y le gritó: ¿Esto es lo que quieres? Lo abrazó, ambos lloraron. Todo el ruido se detuvo y el joven grito entre sus sollozos: ¡Perdóname, vieja!
Ella le entregó un bolso y caminaron juntos, como diciéndole al mundo que habrá un mejor amanecer.
Fotografía de @mgdenobrega en Instagram