Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Existen lugares en Caracas donde pareciera que los ruidos cotidianos se ensamblan entre finas notas de piano y saxofón, donde la exclusividad de sus calles nos hace olvidar el atronador olor de la pobreza que las cobija. Calles que se van haciendo más jactanciosas y prolijas. Calles sin mucha cortesía, que miran de reojo y se arrebatan ante cualquier falta de esplendor. Lo opaco se hace absurdo y el brillo se torna necesario. No hay ramas ni monte, sólo hay presuntuosos nardos y jazmines.
Sin embargo, hay unas gentes extrañas, caminantes de mediodía para engañar el hambre, una especie de extranjeros o invasores, de piel un poco paradójica, con una manera de hablar jocosa y folclórica, de risa abierta y estridente, de mirada alegre y pizpireta, de nombres heredados y apellidos comunes, de manos cansadas y peinados sinceros, que se distraen con lo licencioso y se preocupan por su presente, pues entre el oscuro pasado y el incierto futuro, preferible es lo reciente.
Gentes que preguntan la hora a cualquier transeúnte, horas que se emiten desde un Casio hasta un Rolex, pero en definitiva, la misma hora, el mismo tiempo, la misma esencia de insolvencia, la misma carencia, el mismo derroche, la misma vaina, el que pregunta o el que contesta, seas pepa o seas crema, centro o contorno, al final, eres parte de ese mismo aguacate llamado Caracas.