De repente todo se fue haciendo más cotidiano, sin sutilezas ni sorpresas. Todo se fue convirtiendo en algo más inmaterial, cada vez más inesperado. En la desazón del tráfico caraqueño emergen del pavimento unas almas que dormitan en los sueños de lo valioso. Son damas, caballeros y en algunos casos, niños que se dedican quitar el sueño y a vender café, a cualquier hora y en cualquier ocasión.
Guayoyo o cargado. Con un tono ocurrente y diáfano gritan a los humos y los vientos: ¡Café, Café! ¡Calientico, Café! Como un taxi disponible, van arreando la carreta del café, como si espolearan las esperanzas para mantenerlas vivas. Van por las aceras cuando ven a los transeúntes cansados y vuelven a las vías cuando sienten los ánimos de la ciudad un tanto caldeados.
Van dejando la voz entre los postes, el asfalto y el rayado, descargando sus preocupaciones en dos gritos y repartiendo el elixir del eterno despertar.
Al caer la tarde, y aunque unos lo nieguen, algunos termos se anidan en pequeñas esquinas que los protegen de los amigos de lo ajeno, desde donde observan a sus dueños zambullirse íntima y silenciosamente en los basureros, escarbando y seleccionando no sé qué que se come y que, al menos, amilana el estruendoso ruido del hambre que, como el café, no deja dormir.
Y así van pasando sus días, con la esperanza de mejores amaneceres y distintos atardeceres en una Caracas cada vez más dormitada y sin café.
Fotografía de @mahenriquezm en Instagram