Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Hay días de esos que no se espera estar siempre sonrientes, porque son días que amanecen cansados, como si hubiesen corrido toda la noche por un mejor mañana. Días que alegran por ratos y decepcionan por otros. Días en los que el sentido colectivo de la vida se va por abismos oscuros y despeñaderos dolorosos. Días en los que la tinta de la pluma pareciera desvanecerse poco a poco en marejadas.
Días en los que ves cosas que no quieres ver, como por ejemplo niños aletargados y solitarios. Esta historia la compone un joven adolescente de unos 10 años. Habitante de Caracas, de sus calles y sus avenidas. Estaba sentado en el suelo de uno de los vagones del metro. Por momentos se quedaba dormido y despertaba viendo su entorno. Tenía una gorra que parecía azul, pero estaba negra. Una franela ajada y marchitada, de color pavimento. Unos pantalones que parecían heredados. Zapatos: los pies. Sus manos mostraban lo dura que puede ser Caracas para un niño solo. Sus uñas tenían una mezcla de sudor, lágrimas y pega de zapatero. Sus ojos tenían una mezcla de color amarilloso con cristal de murano que por momentos, los vencían unos parpados que tenían el peso de una vida solitaria.
Un señor desocupa un puesto y le dice: Niño, siéntate ahí. Mientras el señor esperaba que el metro se detuviera le preguntó: ¿Tú no vas al colegio? El chamo se le quedó mirando por unos segundos y cerró sus vencidos ojos por un rato. El señor insistió: ¿Por qué nos vas al colegio? El niño respiró hondo para tomar algo de fuerzas y le dijo:
Porque en la calle, el día se hizo para dormir y la noche pa’ esta’ activo. Y escondió su cabeza entre las piernas, nuevamente.
El señor peló los ojos y apretó la boca. Se bajó con la mirada perdida y sólo alcanzó a decir: ¡Verga!
Fotografía de @frankmrqz en Instagram