Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Se vive con la tristeza superada y la alegría escondida, latente e incipiente. Se vive con el júbilo de un excéntrico, con la luz de la luciérnaga, con el brillo de las miradas.
Se vive en un refugio de sonrisas y de lamentos. Se vive del chasqueo de los besos y del tronar de los abrazos. Se vive con la esperanza de un mañana y el desperdicio del presente.
Se vive de las ilusiones y los sueños. Se vive de los ritos y las leyendas. Se vive del pasado y del futuro.
Se vive: de algo se vive.
Se vive del calor y de la lluvia, del frio y la penumbra. De la calle y de la casa.
Se vive de la intemperie del cobertizo, del frio encariñado con la hamaca, del café templado y poco colado.
Se vive de los movimientos y la dinámica de los vientos. Se vive de la inocencia y los olvidos.
Se vive de las sedas y de los trapos. De lo fantástico y lo profano. Se vive de lo bueno y de lo malo.
Se vive de la torpeza y de la firmeza. De las esencias y las apariencias. Se vive de las liviandades y las letanías. De los abusadores y los correctos. Se vive entre martirios y placeres. Entre cariños y coñazos. Entre monjas y meretrices, sacerdotes y raptores.
Se vive solo y acompañado. Sin esperar nada a cambio y con importancia.
Se vive de dar alegría, colores y sabores. Se vive de secar lágrimas y de dibujar sonrisas.
¡Se vive: de algo se vive!
Este fragmento surgió de una conversación con un muy sabio señor: El señor de los ula-ulas, en La Candelaria.
Gracias, Sr. José.
Fotografía de @Zahensa en Instagram
#Asívivimos