Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Bajo el velo de la Sultana se aloja el pestañeo de las almas más grandes, las inocentes, sonrientes y curiosas almas de los niños cargados. Los rápidos y graciosos seguidores de lo nuevo, exploradores de un mundo desconocido, sin juicio y sin culpa. Seguidores de los claros del sol y de la luna, sin distingo, sin manía.
Van, día tras día, entre los brazos de sus padres: descubriendo y sonriendo, conociendo y enseñando. Embojotados entre mantas, van los vigilantes del optimismo, principiantes del futuro, habladores del silencio, vacilantes de lo incierto, en la búsqueda de sonrisitas de encías descalzas.
Van, en brazos, protegidos de un mundo extraño, de los pecadores y los pesares.
Van, balbuceando los susurros de sus ángeles guardianes, imitando los cantos de las aves.
Van, en brazos, los aprendices de damas y caballeros.
Van, observando lo que los adultos mundanos hacen en el inframundo de los asientos del metro y las camionetas.
Van, viendo a los maleducados, escurridos y cómodos adultos inquilinos de sus lugares. Van, viendo cómo se hacen los dormidos, desprevenidos e inadvertidos.
Van, oyendo las estridentes matracas de pedigüeños y mercaderes.
Van, detallando a los cabezas gachas de machistas y feministas, de “damas” y “caballeros” que, luego de un instante, por magia de la inocencia, reciben nobles y honestos guiños, con necesarios y cansados quejidos de esos pequeños habitantes que, al llanto de un góspel, protestan la comodidad que un fresco les robó.
En un país como el nuestro, no es nada fácil transitar con un curioso en brazos, pero es mucho más difícil trasladarse en un país con un primitivo e incivil a cuestas.
Fotografía de @ramzisouki en Instagram