En un inciso de la sociedad más rauda, se encuentran esas vulnerables y enladrilladas historias de grandes caraqueños ansiosos.
En una ciudad donde la noche se ilumina con la luna y el día camina al ritmo que le place, algunos cuentos se van tejiendo entre ropas asoladas, hediondas a calle y rasgadas por la lluvia.
Ropas decoloradas por el sol y ataviadas con canutillos de sebo y andrajo.
Ropas que visten los cuerpos más escuetos, más vulnerables, más inocentes. Juntos emiten una especie de ruido de cencerro que encarna la carencia, el desdén y la imaginación.
Nunca dijo su nombre, simplemente ‘Gato’. Es un pequeño de unos 10 años que deambula por un sueño, va de camioneta en camioneta, de vagón el vagón, de calle en calle, ahorrando para un sueño.
Rapeó su calvario, con gracia y soltura, pero con mucha crudeza, digna de su realidad, claro está. Su historia, la comienza solo. Pareciera un niño que no vino siquiera de la cigüeña, sólo apareció y ya.
Su madre, una drogadicta que murió en el parto. Su padre, un malandro ajusticiado por los pacos, meses antes de su llegada a este duro lugar llamado mundo.
Se ha criado en las calles, a pocos familiares conoce.
Aunque a veces duerme en un techo en algún lugar de Macarao.
Lee porque se lo propuso. Pues el suelo de una escuela, jamás sus desgastadas suelas han pisado. Las veces que lo he visto tiene puesta una deslucida franela que deja entrever la sonriente mascota de los indios de Cleveland. También carga una gorra que naufraga en un pequeño cráneo, y una alcancía que dice: “Para las grandes lijas”, en el que está recolectando para comprarse un guante, practicar y representar a Venezuela a lo grande, “como se merece”, según expresó.
Al final de su intervención dice: ¿Quién me apoya y me regala unos aplausos, mi gente?
Tranquilos Parroquias, cuando lo logre no me olvidaré de donde vine… Déjame por aquí, ¡gracias chofe!
Fotografía de @eluniversitario.