Ahí estaba yo. Tan tranquila, dándole color a la vida. Disfrazando mis timideces, alegrando mis labios, delineando mi mirada, dándole un enigma que no tiene, pero que tampoco necesita.
Iba algo sudada, pero aun así no me quité la bufanda. Jamás se debe perder el glamour.
Por suerte estaba sentada, cosa misteriosa.
A lo lejos, mientras estaba ruborizado mi rostro, vi un alboroto, un chamo que intentaba salir y una señora que, algo amargada, le recompone los chakras de un grito.
Él iba leyendo un libro bastante feo con un escarabajo en la portada. Me invadió el asco con sólo ver esa imagen.
Él se me quedó viendo como si se le hubiese perdido una igual. Me veía con una mirada extraña. Una mirada pícara.
Mientras tanto yo observaba ese libro horroroso. Me quedé como abstraída pensando qué haría si un bicho como ese apareciera en el metro en una hora pico. Todo el mundo brincaría y gritaría. Yo sería una. Un auténtico bululú.
El chamo se me quedó viendo y como si estuviese imaginando lo que yo había pensado: me sonrió. Figurarse la escena de locura me dio hasta risa, pues no sería nada diferente al desconcierto que se vive en el metro de Caracas.
También sonreí.
Detenido el tren, volvió su mirada nuevamente hacia mí. Pensé que se me acercaría. No era ni feo el chivu’o ese.
Salí del tren algo apresurada por la hora y no pasó nada más.
Quizás me hubiese gustado que pasara algo. Me dije que trataría de tomar el tren a la misma hora y en el mismo vagón, para ver si lo volvía a ver, esta vez espero tenga el ánimo de saludarme.
¿O quizás ese ánimo debí tenerlo yo? Esta vez iba sentada, veamos qué tal me va una próxima vez.
Por unos días fallé…
Gracias a los protagonistas, esta historia continuará… (En un próximo post)
Fotografía de @anais.fotos
Modelo: @delaviika
— en Caracas.