Él.
Cuando ya daba por perdida la posibilidad de volverla a ver, comencé a resignarme. Viajes aburridos, agotadores, sudorosos y sin ella. Ya era tiempo de olvidarla.
Bueno, no sabía ni su nombre.
Un viernes, de esos que no son quincena ni son nada, la vi. Ella estaba dentro del tren y yo en el andén, intentando apretujarme para entrar. Estaba desesperado por entrar, como si ella me estuviese esperando.
La vi y le sonreí, de una.
Estaba recogiendo su cabello, se veía sugestiva, intelectual, enigmática.
Hoy me le acercaría.
Pero hoy ando como andrajoso: mejor lo dejo para otro día.
—-
Ella.
Al fin, viernes. Ya tenía fastidio hasta de pensar. Ya perdí todo el encanto, en este tren hace un calor espantoso, no tengo ni ganas de maquillarme, me recogeré un moño que disimule lo sucio de mi cabello. Tengo las uñas escarapeladas, pero bueno, digna y majestuosa llegaré a mi oficina, tarde, pero segura.
El metro se detiene y entre la batalla de salientes y entrantes, veo al muchacho de la otra vez.
El corazón se me sobresaltó, como indicándome que no me he maquillado, que ando mamarracha.
Me vio y enseguida sonrió. Quizás le parecí chistosa. Le respondí la sonrisa. ¿Será que me acerco a saludarlo?
Hoy no lleva libro ni bolso, sólo lleva audífonos. Hoy me le acerco.
Aunque hoy me parezco a Escarlata: mejor lo dejo para otro día.
El desencuentro o encuentro, el desenlace o el inicio, será objeto del próximo post.
Fotografía de @catheelc.
— en Caracas.