Distinguían por su gracia al caminar, su delicadeza al hablar y sus muy variados temas para conversar. Cada una sobresalía en temas particulares, la más joven era una apasionada pianista, podía pasar horas deleitando a su familia con su alegría y sus acordes. La del medio era una delicadísima poetisa, capaz de hilvanar las frases más elocuentes y sensuales sin incurrir en faltas de respeto. La mayor era la más recta de todas, se desenvolvía en las ciencias naturales, era -quizás- la más excitada lectora de toda Caracas, leía libros en cuestiones de días y podía disertar muy persuasivamente con sus familiares cercanos.
Adicionalmente, contaban con una belleza insuperable, tenían la piel de color canela claro, miradas llamativas y dos de ellas tenían ojos claros. Cabellos finamente crinados con una peineta de carey, con olor a lavanda y en ocasiones, con cintillos de flores. Siempre acompañadas de una tía chaperona y un collar de perlas rosadas. De manos perfumadas con finas fragancias francesas y un delicado carmín en los labios.
Conocidísimas en toda Caracas por su gracia y su belleza, las hijas de Don Lorenzo Marrón vivían en una casa de dos plantas y ventanales adornados de una esquina. Ahí recibían las serenatas de sus enamorados y alguna que otra carta con propuestas de noviazgo.
Dicho lugar comenzó a conocerse como la Esquina de Las Marrones, como cariñosamente les decían a tan lindas doncellas. Con el pasar del tiempo se fue modificando el nombre y hoy conocemos ese lugar como Esquina La Marrón, en honor al honorable señor y sus muy vistosas hijas.
Texto: Raul Cordoba @rcordoba
Ilustración: Jorge Rivas @donrefran