Por Raúl D. Córdoba Arneaud
Comienza a caer la noche en un día cualquiera, como este, como todos. Las golondrinas retornan a sus nidos, apresuradas y emocionadas, como si un maravilloso sueño les esperase, con la esperanza de un mejor despertar que crece con el silbido de un ruiseñor.
De nuevo, el lento parpadeo de los caraqueños comienza a despuntar, y el ensordecedor ruido de la cafetera anuncia que un placentero brebaje nos dará los buenos días. La radio nos alerta de las crudas verdades, nos las dice con jocosidad y una abrumadora franqueza. Entre bramados y salsa, la camionetica avanza, con su paso noble, leve y cansado, entre improperios y desmanes lleva las almas de valientes y admirables caraqueños, extranjeros y propios de otras ciudades a sus labores, sus escuelas, sus diligencias, acompañados, muchas veces y aunque muchos lo nieguen, del tronar de las entrañas que añoran así sea un bocado.
Y así transcurren los días, con maravillas, manías y destellos de luz, con nubarrones y lluvias dispersas.No obstante, el día caraqueño no termina así. Una ciudad tan compleja no se duerme sin antes observar el sobrevuelo singular, disparatado y ruidoso de sus guacamayas. Las guacamayas son aves creadas por Dalí, radicadas en toda la costa de Venezuela. Juguetonas, bulleras y atolondradas. Sus estruendos retumban en el cielo, haciendo que cada caraqueño, cada visitante o habitante recuerde al caminar, que nuestras alegrías y tristezas, nuestros problemas y aciertos, nuestras preocupaciones y satisfacciones, nuestros miedos y virtudes, se enfrentan y se disfrutan, con la frente en alto, pues aunque esté cayendo el día, siempre tendremos nuestras guacamayas.